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viernes, junio 16, 2006

Segunda madrugada

Madrugada hay todos los días, pero no todos los días estoy en vela cuando la noche piensa ya en irse y el silencio de la ciudad deja que las campanadas del reloj de la catedral lleguen hasta mí. Llegan entrecortadas por los coches que de vez en cuando recorren la calle. Es una hora de calma, una hora en la que empiezo a sentir el cansacio de la noche sin dormir. Ese cansancio y la necesidad de que el sueño llegue reparador y tranquilo.
Desde la niñez, mucho más desde la adolescencia he hecho de la noche el tiempo de la soledad, de la imaginación, de las historias que hubiera querido vivir y que sólo en la ideación eran posibles.
Las noches, mis noches, han sido una buena parte de mi vida. En ellas he creado, he recreado mis obras y mi vida. Las madrugadas han sido tiempos de descanso después de horas de pensamiento, de rememoración, de encuentros imposibles.
Las madrugadas han sido insomnes cuando el dolor, las preocupaciones, el miedo no se han alejado a pesar del esfuerzo de dejarlos fuera.
Un dolor, una angustia transferida a esas horas silenciosas tiene una distancia afectiva muy singular. Es algo más a tejer y destejer, a acercar y alejar de la conciencia.
Habrá madrugadas más y menos interesantes, pero todas serán ese tiempo en el que la mente consigue ver más claro y el corazón un poco menos cerca lo que duele.