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domingo, junio 18, 2006

Adolescentes de madrugada

Adolescentes de madrugada

Las noches empiezan ya a ser cálidas, las madrugadas son calmosas a orillas de mar. La brisa, que durante la noche nos ha mantenido en el sueño, cesa cuando la calle se queda definitivamente vacía. Es desazonador, es un despertar incómodo y con pocas esperanzas de volver a dormirse antes de raye el alba.
El fin de semana, ese fin de semana que ya no es la noche del viernes y el sábado, sino que empieza a dejarse notar en la tarde-noche del jueves, tiene unas madrugadas, además de calmadas e insomnes, ruidosa.
Las discotecas, los bares que se ignoran durante el día empiezan a vaciarse a esa hora de la noche. Se vacían y los adolescentes – que se niegan a dar por terminada la velada – llenan las calles con sus gritos, con sus voces destempladas por el alcohol, por algo más que alcohol. Gritan para escucharse y seguir sintiéndose vivos. Gritan para que el grupo no se deshaga, para que el silencio de las calles no les devuelva una imagen de noctámbulos absurdos. Salen de las toperas en las que la música les ha privado de cualquier comunicación y no soportan el choque con el silencio, la evidencia de esa soledad que el ruido pretende conjurar.
Ríen, gesticulan, se interpelan, a veces cantan. Todo inútil. El grupo, - como una ameba que ha circulado durante horas entre otras muchas sin que ninguno de sus individuos, diluidos en el magma de su cuerpo informe, haya conseguido escapar -, tiene que deshacerse. Cada uno de ellos se resiste. Cada uno se aferra a ese grupo que le dejará en el silencio.
A veces quedan rotos, apoyados en una esquina, recostados en un escaparate, tendidos en el hueco de un portal. Alejados de sí mismos y de todos no encuentran la forma de regresar a sus casas. ¡Una noche, dos noches, todo un fin de semana huyendo de la soledad!
¡Qué inútil! ¡Qué precio! ¡Qué engaño!