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martes, julio 11, 2006

VOCES EN LA MADRUGADA

VOCES EN LA MADRUGADA

Junio 2006

Se acercaba la hora del final del silencio. Un viernes de madrugada, en la calma de esas horas perdidas en las que llega hasta la ventana el olor de los pinos de Gibralfaro.
Son horas de dejarse alcanzar por el sueño tardío o la duermevela en ese despertar entre sobresaltado y furioso al que nos obligan los noctámbulos, los jóvenes claramente irrespetuosos con los que tienen derecho a dormir y a los que ellos ignoran.
Un sueño tardío, agotada por el ir y venir de los problemas, de los sentimientos encontrados que se dan cita al revivir el sufrimiento al encontrarse una y otra vez con el muro impenetrable de todo lo que nunca será posible. Es la medida del precio de vivir, del precio de vivir sólo para seguir viviendo. Es la derrota de cada día convertida en insomnio, de muchos días ya. Hace calor, no hay forma de encontrar la postura del descanso.
La calle sigue callada, pero se sabe que eso no va a durar. Se sabe que si el sueño no llega pronto, antes de que la noche recoja a los de las últimas copas, a los que ya no pueden quedarse en los pubs, a los borrachos que han echado de todas partes, no habrá forma de dormir.
Llega, llega el sueño con la brisa que empieza a moverse y me hace coger la sábana.
¿Cuánto tiempo llevo durmiendo?
Un coro de voces mixtas canta casi debajo de la ventana, en la esquina de la calle quizá.
¿Habrá algún coche que tenga esa música? Nunca, nunca pensé que fuera posible.
Ya no podía seguir durmiendo, pero era precioso. Una canción que no conocía, algo como de música clásica pasado por el sonido potente del coro. La noche en silencio casi total y ese coro a sólo unos pasos de mi ventana.
Sonaba muy cerca, llegaba hasta mí y en mí se convertía en un todo que me llenaba de paz. ¿Era un sueño, quizá?
¿Hay jóvenes amantes de esa música que la llevan en sus coches y la hacen sonar en la noche?
¿Qué hora era?
Pronto, casi las cuatro. La hora de los coches que aparcaban en la calle a la salida de la discoteca y atronaban con su música.
Esto era otra cosa; eran voces que cantaban en la calle. Ningún artilugio las hacía llegar hasta mí. No se oían más que esas voces.
Hubiera querido levantarme para ver de dónde salían, pero tenía miedo de que todo fuera un sueño y el movimiento acabara con él.
No era un sueño. Avanzaban, se acercaban aún más. Pasaban justo por debajo de la ventana y empezaban a alejarse.
No estaba dormida. El coro me había despertado. Las voces eran voces llenas, potentes. Eran sólo unas cuantas, pero el conjunto resultaba magnífico.
Me levanté. Fui al salón, subí la persiana, me asomé y allí estaban. Justo en la otra esquina.
Eran un grupo de hombres y mujeres de mediana edad. Se mantenían juntos mientras, sin dejar de cantar, iban muy despacio en dirección al cruce.
Pensé que podían seguir allí durante un rato, pero la canción terminó súbitamente.
Se despidieron unos de otros, dijeron cosas que yo no podía oír. Sólos o en pareja se dispersaron buscando sus coches.
La calle volvió al silencio. Aquellas magníficas voces habían desaparecido. Quizá no vuelvan nunca más. Yo, las recordaré siempre.