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sábado, julio 22, 2006

UN GRILLO EN LA MADRUGADA

Julio 2006

Juan Ramón hablaba de las noches altas de enero. ¿Cómo son las noches de julio cuando el calor del día parece quedarse en las calles, en los tejados, en las terrazas, en las palmeras tan quietas que se diría que están planchadas?
Se llega a la noche, yo voy llegando a la noche aniquilada por ese calor constante que sólo se alivia con el aire acondicionado. Alivio que me abandona en la calle, en cualquier habitación en la que no lo hay o no funciona. Es un calor húmedo a orillas del Mediterráneo. Un calor que no tiene demasiado que ver con lo que marcan los termómetros. El cuerpo se niega a la acción, quisiera entregarse al abandono.
No se puede. La actividad, el estrés, la tensión de una vida en un momento difícil va poco a poco tirando de la voluntad, del esfuerzo del momento, de los recursos que nos permiten permanecer en pie y afrontar hasta la insufrible.
Caminamos hacia la noche convencidos de que no va a llegar.

¡Largas, larguísimas tardes de julio!
¡Impacientes tardes de julio esperando que el sol nos deje, que se levante algo de brisa, que el mar traiga un poco de frescor!
¡Insufribles calles de espaldas al mar! ¡Calles de prisas y tráfico!

El hospital al final de la tarde. Un pasillo convertido en sala de espera al fondo de otro pasillo, haciendo una ele con él.
Dos mujeres que han pasado allí la tarde, en las sillas blancas tan incómodas, tan calientes y tan frías. Ya no hay consultas, ya no hay gentes que suben y bajan hasta el segundo piso. Ya casi no hay ni visitas para los enfermos ingresados a partir de la tercera planta.
Julio y agosto son sólo para los urgentes o para aquellos crónicos que precisan cuidados constantes, cuidados que no saben de vacaciones, ni de tiempos de libertad o de descanso.
Dos mujeres que hace horas que esperan, que no hacen más que esperar fijadas en aquel pasillo por miedo al calor, por temor a que sus maridos tengan una crisis, a que sufran un desmayo y los tengan que llevar a la otra planta. Dos mujeres que hacen ya tanto tiempo que esperan en aquel pasillo que casi han olvidado que tuvieron otros veranos, otras horas de siesta ardiente y de tarde interminable en lugares más felices, en tiempos en los que aún creían en el futuro, en la monotonía de la vida que no tiene sobresaltos ni tensiones que amenazan con romperlo todo.

La sala de diálisis llena. Las camas y los sillones ocupados por hombres y mujeres que agradecen esa vida que les ha sido regalada por la magia de unas máquinas silenciosas y eficaces.
Acostumbrados a vivir para seguir viviendo, a ser cuidados y atendidos por los suyos y por el personal que los mima como si entre ellos hubiera algo más que una relación profesional, acuden al hospital como quien va a jugar la partida después de comer. Han aceptado todas las dificultades, todos los percances posibles. Se reconocen cada tarde y charlan de vez en cuando. Comparten esas horas con los otros, con sus historias clínicas, con las conversaciones del personal. La merienda partirá en dos las horas tediosas, les hará cambiar de postura y llegar a la impaciencia del final.

Los pasillos deshabitados, la vida fuera. El milagro de dar vida cuando parecía impensable recluido en la sala de diálisis.

Dos mujeres allí, en las sillas blancas sobre el fondo blanco de los azulejos de las paredes del pasillo, como dos sombras recogidas.
El lugar no puede ser más desangelado, más solo, más inhabitable.

Van llegando. La tarde se agota pero el calor no. El aire acondicionado parece ineficaz para que los pasillos cerrados, sin más ventilación que el ensanche de los ascensores y la escalera resulten aceptables. Empieza a sentirse no ya el calor, sino el agobio de un bochorno que ha conseguido entrar en el hospital y que nada parece poder hacerlo salir.
Saludos, charlas distendidas. Puesta al tanto a la nueva, a mí, de las dolencias de todos y cada uno de los deudos, - razón de ser de la espera de todas y cada una de las mujeres que van llegando-.

Aparece una con varias bolsas. Trae los encargos de dos o tres. Ella ha ido a esperar a su marido, pero aprovecha para cumplir con su trabajo de vendedora de productos a base de aloe.
Papeles con las cuentas, ajustes de última hora, intercambio de consejos de estética. Una venta a domicilio en el pasillo del hospital. Un mundo cotidiano de arrugas a disimular, de pies y manos suaves y sin manchas, de reconstituyente milagroso encerrado en una mini garrafa amarillo vainilla. La vida que sigue a pesar de todas las historias terribles que acoge la sala de diálisis.

Fin de la espera. Casi fin de la tarde. Alivio del calor al salir a la calle.
Una brisa caliente, pero con ligerísimas ráfagas que hacen recordar el frescor de las noches de septiembre. Un sol que aún está alto.

Queda la cena, las horas de después de la cena. Queda ese tiempo en el que ya no se sabe qué hacer porque no quedan energías para hacer nada.

Noche en calma. Palmeras quietas. Geranios que pierden sus flores abrasados por la canícula.
Sábanas calientes. Ventanas de par en par.
Temor a dar vueltas, a no poder dormir y que las imágenes del día empiecen su zarabanda diabólica. Miedo a que el futuro presumible agoste cualquier brote de esperanza.

Cansancio. Sopor. Niebla. Sueño que no durará. Sueño que no podrá con la madrugada, que no nos llevará a la mañana.

Calles silenciosas, vacías. Un despertar inquieto y desasosegado.

¡Un grillo cantando en el silencio de la madrugada!

¡El campo, las noches estrelladas de julio cuando los alacranes competían con los grillos y las ranas del río!
Un grillo que me lleva lejos; lejos, hacia lugares seguros, hacia tiempos en los que los grillos acunaban el sueño y podían dejarnos a las puertas de la mañana.