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martes, julio 17, 2007

BRISAS

Noche marina. El levante sube hasta Gibralfaro y baja rápido para traernos el olor de los pinos y la presencia de la hierba seca tocada por la humedad de las rpimeras horas de las noches de verano.
Huelen los pinos a la orilla del puerto. Huelen, y ese olor me sorprende a la hora en que debía de acostarme, a esa hora en la que siempre me acostaba.

El tiempo del reloj ya no es el mismo, las horas tampoco. La media noche ya no es la antesala del sueño. Ahora en una espera difícil. Es ese tiempo que alargo hasta la madrugada ocupada en la lectura, ocupada en el intento de que algo ponga distancia entre la noche y los recuerdos.
La calle está parada.

El olor a los pinos entra por la ventana, se expande por toda la casa, se concentra sobre mi cama.
El reloj de la catedral aprovecha el silencio para dejar oír las campanadas solemnes de la media noche.
Sonarán los cuartos y el toque ligero de las medias.

Un aire salobre amenaza con borrar el olor a hierba seca mezclado con el de los pinos.
Leo en la cama y me dejo llevar por la suavidad de la brisa, por sus perfumes. Me creo joven, con una vida llena de promesas, con un futuro abierto a cualquier horizonte.

Ya casi no sé lo que leo. Me dejo invadir por la brisa, acariciar por sus manos ligeras y cambiantes. Cierro los ojos y no quiero saber, no quiero moverme. Me niego a recordar, a saberme yo, a tener historia.

La una se abre paso entre el ruido de los coches que bajan sin pensar en los semáforos.

¡El hechizo puede durar más tiempo; debe durar un poco más, aunque sólo sea un poco más!

La luz sigue encendida, el libro sigue en mis manos. La brisa sigue llegando hasta mí.

¡El hechizo no durará, sé que nunca dura!

La brisa sigue llegando hasta mí olorosa y calmada.
Con su último aliento me defenderé del silencio, de la soledad, del dolor, de la ausencia.

Darán las dos y apagaré la luz como cuando era niña y temía que me sorprendieran leyendo.

Dejaré el libro, cerraré los ojos y abrazaré la almohada vacía buscando el sueño.