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lunes, julio 30, 2007

NIEBLA

NIEBLA

Cuando en la montaña vemos avanzar la niebla arrastrándose horizontalmente por la ladera, nos quedamos quietos hasta que llega a nosotros. La esperamos con la certeza de que nos alcanzará y no podremos mirarnos la mano porque esa nube fina y glauca no nos dejará que la veamos.

Nadie se arriesga a caminar mientras está atrapado en los velos tupidos y ligeros de una nube rápida que no se ha atrevido a alcanzar la cima.

Nadie busca a nadie en esa niebla, en esa caricia húmeda que durará un tiempo, pero que se disipará y nos dejará un sol radiante sobre un cielo límpidamente azul.

Nadie debe moverse, porque si lo hace puede perder definitivamente el camino. Perder el camino o despeñarse por un barranco sin fondo donde sólo se oyen las voces, calladas ya, de los arroyos secos.

La nube rampante suele ir rápida, suele dejarnos aislados y solos apenas unos minutos. Es poco tiempo, pero muy largo en la espera. Es, además, un tiempo lleno del temor de la eternidad.

¿Y si la nube se detiene? ¿Y si se detiene tanto que deja que llegue la noche y nos sumerja en su negrura?

La nube, esa niebla densa y glauca, acaba con el eco. Apenas si nos deja oír las voces de los que nos llaman. Las oímos lejos, como perdidas, desorientadas, viniendo de todas partes y de ninguna.

La nube de la montaña se espera y se teme. Se recibe en el abandono. Se soporta con la esperanza de que siga corriendo mientras arrastra su velo húmedo y su caricia fría hasta más allá de nosotros.


Lo mismo que cuando en la montaña vemos avanzar la niebla arrastrándose por la ladera, nos quedamos quietos para recibir su beso frío y turbador, así mismo recibimos esos recuerdos que nos envuelven en su velo de tristeza. Aislados y solos, atrapados en su tul, pronto empezamos a desear que sigan su camino y pueda de nuevo lucir el sol.