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viernes, agosto 17, 2007

VOLVERÉ

Esta noche, si no puedo dormir, sé que estaré de nuevo en el pinar de Valsain. Hoy lo he visto y al llegar me pareció distinto. Orden para que los coches no entren en el pinar. Caminos hechos y obligatorios para que la gente, una vez que haya dejado los coches en el aparcamiento, siga por debajo de los pinos hasta el río, o hasta aquella sombra que les parezca más tupida.
Cuando hemos llegado la tarde estaba ya muy vencida. Los rayos del sol eran casi horizontales. El pinar recobraba esa luz mágica que sólo tiene por la mañana temprano y cuando el sol está ya apunto de ocultarse.

Es siempre una hora especial. El río está solo; la hierba parece aquí más verde y más allá tiene una luz dorada que le llega casi desde el suelo pasando entre los troncos altos de esos pinos que será lo único que quede cuando la gente acabe con la pradera natural que antes era el encanto del pinar, su valor para todo el que buscaba la proximidad del río y el frescor de sus orillas.

¡Cuántos recuerdos de los pinares! Recuerdos de familia reunida desde temprano para coger los coches, la comida, los niños, todo lo que hacía falta para un día de campo con varios niños pequeños.
No había que olvidar una chaquetita, ni unas playeras de repuesto por si alguno se las mojaba en el río. Algún pantalón intercambiable era absolutamente necesario. Las lonas para el suelo, las toallas para sacar a los ateridos de los pequeños remansos del río. Una bolsa de red para poner a refrescar las botellas del agua y la fruta. Un trozo de tul para improvisar una mosquitera en caso necesario.
Nada de mesa, nada de sillas. El campo es el campo sobre una manta o un trozo de lona.

Mañanas ajetreadas pendientes de los pequeños, de que no fueran demasiado pronto al río, de que no se mojaran más que los pies hasta que el sol hubiera templado lo mínimo el agua cristalina y rápida que parecía venir directamente de los heleros.
Comida de los pequeños, comida de los mayores. Pequeños percances como una fruta, la única que puede comer un pequeño, que se cae en la tierra, justo allí donde ni lavándola se puede hacer nada con ella.

Comidas despacio, sobremesas más lentas aún. Intentos fallidos de que los niños se duerman.
Resisten, los niños siempre resisten mucho más que los mayores, los más mayorcitos aún resisten más.

Mayores que van cayendo uno aquí, otro más allá. Hay quien se entrega al sueño apoyado en el tronco de un pino, hay quien busca una piedra, hay quien consigue roncar tendido en el santo suelo, a pesar de las pequeñas piñas duras y como con pinchos.

Alguien tiene que hacer la guardia. Alguien tiene que mantener el pequeño rebaño en la sombra, lejos del agua.
Yo me quedaba siempre de guardia. Me quedaba allí, sentada en esa hora del sopor de la siesta. Cuidaba el sueño de los más pequeños y vigilaba el juego de los mayores. Ellos no dormían, pero una vez que ya sabían que no podrían acercarse al río se mantenían tranquilos, cada uno entretenido en algo. No era una hora para el juego propiamente dicho, sino para la siesta o el ensimismamiento.

Las chicharras cantaban allá arriba, en las copas de los pinos. Ellas cantaban y el río seguía con su rumor de agua que corre entre las piedras, que se remansa un momento y sólo lo hace para caer en chorros cristalinos que se espuman al sol.

Esta tarde estuvimos junto al río. Ya no quedaba casi nadie en el pinar. Era otra hora, una hora que yo no había conocido en Valsain, pero tenía el mismo rumor de las otras. Si cerraba los ojos podía ver la luz de la mañana encendiendo el pinar y haciendo brillar el agua. Podía verme cuidando de mis hijos pequeños, contenta de saber que el día sería largo, pero que allí no tendrían calor, que disfrutarían de ese hermoso lugar aunque aún no pudieran apreciarlo como yo lo hacía.

Esta tarde me hubiera quedado allí, con los ojos cerrados, en silencio, oyendo el canto del río; perdida, perdiéndome en ese pasado tan distinto del presente.

Sé que esta noche, si no consigo dormir, volveré al pinar. Sé que volveré al pinar y querré sentir la caricia del sol sobre mi piel fría y mi alma aterida.