Apuntes de madrugada

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Escritora

miércoles, septiembre 03, 2008

VIAJAR





Todo viaje es un descubrimiento. No es preciso que vayamos a un lugar desconocido, tampoco que prestemos demasiada atención al paisaje que recorremos.
Un viaje tiene siempre sus sorpresas, sus vueltas al pasado movidos por las cosas más impensables.
¿Cómo puede un lugar tan distinto hacernos evocar súbitamente lo que habíamos vivido hace tantos años?
Llegamos a Atocha en un tren supermoderno. La estación enorme, sin historia, sin olor, sin trazas de pasos antiguos en ninguna parte nos invitaba a dejarla cuanto antes, a salir de ambiente sobrecargado y caliente a pesar del aire acondicionado.
Un coche nos acogía en la misma puerta, apenas abandonado el molino enorme de la salida, lento y partido en dos como una naranja que vamos a exprimir.
Era medio día: ese mediodía de casi las tres, con el sol bien en lo alto.
Llegamos en un momento a la Ronda de Atocha. Es un tiempo mínimo en coche, eterno si hay que cruzar la plaza y sus aledaños arrastrando una maleta, con alguien colgado del brazo y bajo un sol inclemente que ninguna sombra puede tapar.
Todo nuevo. Una cafetería impecable aunque con calor, con demasiado calor para lo que se espera al pasar la puerta de cristal que la separa de la calle y de la entrada a la taquilla.
Hay tiempo. Mejor tomar un café para completar el almuerzo rápido del tren.
Luego, ocuparse del billete, de ver el sitio, de localizar los puntos sensibles para prevenir los problemas o hacerse el cuerpo a que van a surgir.
Ya no hay aire acondicionado pero estamos en un semisótano, profundo y fresco. Estábamos bajando sin darnos cuenta.

La taquilla es como todas; a través de una cristalera se ve lo que hay en la pequeña habitación de la que salen y entran los conductores de los autocares.
Algo en lo que no te fijas, pendiente de preguntar la hora, de pedir los billetes, de verificar si las plazas son numeradas o no.

¡Una cesta!
¡Hay una cesta en el suelo, delante de unas cajas!
¡Una cesta con una arpillera que la cierra y en la arpillera un cartón blanco y cuadrado cosido cuidadosamente con un bramante!

¡Salto atrás!
¡Nada puede ya detener el tiempo en el presente!
Vuelta a los primeros cincuenta. A mi adolescencia. A ese tiempo en el que íbamos a Autorrés a recoger una cesta de uvas, o de cerezas, o de aceitunas.
Un tiempo en el que mirábamos intentando identificar nuestra cesta, la que nos estaba destinada, para que nos la dieran rápidamente y sin revolver entre todos los bultos que había traído el coche.
La ilusión de recogerla – una ilusión sin sorpresa porque cada cesta estaba llena de lo que ya sabíamos-. Una ilusión que no siempre quería decir poder de inmediato disfrutar de las cerezas perfumadas, de las uvas que llegaban tersas, aterciopeladas, jugosas y exquisitas. Una ilusión pospuesta hasta dos o tres meses para poder saborear las aceitunas, medio verdes medio negras, que el tomillo y la mosquera harían inconfundibles y que el trabajo de partirlas, cambiarles el agua, aliñarlas volvería comestibles.
Era una ilusión simple; era recoger algo que venía de lejos, que nos acercaba a ese otro mundo.

¡Seguían las cestas, alguien seguía mandando cosas en una cesta como las nuestras!
¿Qué tendría la cesta, en pleno mes de agosto?
¿Qué hay en los campos de La Mancha que se pueda enviar a la ciudad como regalo cuando las uvas aún están verdes, las almendras aún están vanas, las cerezas hace tiempo que los pájaros se han comido las últimas y la aceitunas son casi nada pegadas a las ramas del olivo?
Yo hubiera preguntado: ¿pesa mucho esa cesta?

Las señoras mayores no preguntan esas cosas. Las señoras mayores sacan el billete y bajan a lo que se considera la sala de espera.
Bajamos. Nos sentamos a esperar. Allí había gente, gentes con rostros que me resultaban familiares.
Todo había cambiado, pero yo seguía en mi adolescencia, yo seguía esperando que un coche de línea me llevara hasta el pueblo. En realidad no pensaba en llegar hasta allí, sino en hacer la ruta hasta Tarancón. Ese tiempo, ese paisaje, sería el de mis recuerdos más vivos.
Creía que aquella vuelta atrás iba a ser a atrás del todo, pero no.
Ese había sido el principio. Eso ya había pasado. La vuelta era a mis primeros años de casada; era a la ruta camino de mi primer hogar. Era una vuelta al coche de línea que nos llevaba y nos traía del pueblo y un año seguía siendo la misma ruta pero en nuestro primer coche.

Nosotros iríamos hasta La Manchuela, el otro autobús se quedaba en Tarancón.

Había que subir al coche. Atención concentrada en dejar la maleta, en la subida siempre un poco problemática, en la elección de los asientos, en el cálculo casi imposible para saber dónde daría menos el sol.
¡Atención al presente! ¡presente sólo!

¡Olor a gasoil quemado, requemado más bien!
¡Salto atrás! ¡Salto a muy atrás!

El viaje iba a ser un ir venir del presente a todos los pasados de mi ruta por esas tierras que iríamos atravesando.
Unas veces sería el paso lento de los recuerdos, otras los saltos insospechados que cambiaban el orden, que me abrían a tiempos muy distintos.
Arganda, Perales, Villarejo con la fábrica de Cuétara y la plaza casi desconocida donde ponían el mercado los sábados. El desvío a Estremera con un dolor y una añoranza agudos y capaces de marcar con su tristeza el resto del viaje.
Fuentidueña y aquel bar- convertido en hotel- donde tantas veces habíamos pasado las tardes de los domingos de invierno. Aquel bar y su estufa de cáscaras de almendras luminosas y cálidas.
Viaje ya fuera de ruta. Viaje en la añoranza que me ocupa desde hace tiempo. Añoranza que se ha hecho un todo con mi vida; que ya no consigo distinguir de la misma vida.

martes, septiembre 02, 2008

MUCHO MÁS QUE UN CAFÉ

Los lugares que hemos vivido son nuestros para siempre, o eso es lo que creemos.

Son nuestros hasta que nos dicen que ya no existen.

El pueblo que quedó bajo las aguas del pantano ha desaparecido para todos, lo mismo para el que estuvo allí hasta el último momento que para el que marcho mucho antes y no encontró el tiempo de volver. Puede que también lo haya perdido el que sólo pasó en sus calles, en sus campos un verano de su infancia o el que sólo durmió una noche bajo sus estrellas.


Han cerrado nuestro café: ha desaparecido para siempre, aunque tenga un lugar en mi recuerdo.

Pensar en que ya no está, en que nunca más podré volver allí me llena de desazón.

En su esquina hay un vacío; hay un no estar ese espacio de acogida del café.

Nunca más viviré su olor, el ruido de su gente, la sorpresa de los encuentros que tuve allí.


Han desaparecido las voces que nos acogían y el deseo del sabor especial que hace que un verdadero café sea distinto de cualquier otro.

Todo en él, todo lo que se refiera a él será recuerdo, evocación pura, ensueño a veces.

Miedo también de que pase el tiempo y lo vivido allí no pueda encontrar el estímulo para ser evocado, revivido, para poder ser sentido de nuevo.

Era un café, un café que tenía su gente de paso y también “ su gente”, sus parroquianos.


Su lugar será otra esquina vacía. Estará vacía para todos, pero para mí estará siempre llena de su ausencia.


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lunes, septiembre 01, 2008

CITAS DEL TIEMPO

Los aniversarios vuelven sobre sus pasos y llenan el tiempo mientras fingimos que eso rompe la monotonía de nuestras vidas.

Los años siguen, ya sin ti, marcándome en recuerdos: algunos felices, otros triste, no pocos angustiados y con frecuencia acercándose a la derrota total. La ilusión parece perfilarse en algo más que un deseo que consigue escapar a la amenaza de un destino ciego y cruel.

¿No sería mejor olvidarse del tiempo que pasa?

¿No sería mejor zambullirse en el piélago gris del tictac del reloj por más que lo sepamos insensible y absurdo?