Apuntes de madrugada

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viernes, agosto 31, 2007

RETORNO

La noche, como todo lo demás en la casa, estaba llena de tu ausencia.

Regresar era la evidencia de que aquel profundo sentimiento de que iba a encontrarte en mi regreso, no era sino un deseo en lo más profundo, un deseo ciego y sordo, pero no por ello menos intenso.

No es la lógica la que preside nuestros sueños más profundos. No es la realidad la que los inspira. Es ese sentir que se niega a la evidencia, que busca los caminos de un amor de tantos años, de una vida en común de una comunicación en la que las palabras sólo tenían un espacio muy reducido: nada comparado con el decir de las miradas, de los sueños compartidos, con las penas vividas juntos. Busca caminos de amor y sólo encuentra el recuerdo doloroso de que han sido borrados.

El día había traído la llegada en la tristeza. La noche me había dejado en la soledad del desamparo,

La madrugada me trajo una pena que no puede ahogarse ni en las lágrimas.

viernes, agosto 17, 2007

VOLVERÉ

Esta noche, si no puedo dormir, sé que estaré de nuevo en el pinar de Valsain. Hoy lo he visto y al llegar me pareció distinto. Orden para que los coches no entren en el pinar. Caminos hechos y obligatorios para que la gente, una vez que haya dejado los coches en el aparcamiento, siga por debajo de los pinos hasta el río, o hasta aquella sombra que les parezca más tupida.
Cuando hemos llegado la tarde estaba ya muy vencida. Los rayos del sol eran casi horizontales. El pinar recobraba esa luz mágica que sólo tiene por la mañana temprano y cuando el sol está ya apunto de ocultarse.

Es siempre una hora especial. El río está solo; la hierba parece aquí más verde y más allá tiene una luz dorada que le llega casi desde el suelo pasando entre los troncos altos de esos pinos que será lo único que quede cuando la gente acabe con la pradera natural que antes era el encanto del pinar, su valor para todo el que buscaba la proximidad del río y el frescor de sus orillas.

¡Cuántos recuerdos de los pinares! Recuerdos de familia reunida desde temprano para coger los coches, la comida, los niños, todo lo que hacía falta para un día de campo con varios niños pequeños.
No había que olvidar una chaquetita, ni unas playeras de repuesto por si alguno se las mojaba en el río. Algún pantalón intercambiable era absolutamente necesario. Las lonas para el suelo, las toallas para sacar a los ateridos de los pequeños remansos del río. Una bolsa de red para poner a refrescar las botellas del agua y la fruta. Un trozo de tul para improvisar una mosquitera en caso necesario.
Nada de mesa, nada de sillas. El campo es el campo sobre una manta o un trozo de lona.

Mañanas ajetreadas pendientes de los pequeños, de que no fueran demasiado pronto al río, de que no se mojaran más que los pies hasta que el sol hubiera templado lo mínimo el agua cristalina y rápida que parecía venir directamente de los heleros.
Comida de los pequeños, comida de los mayores. Pequeños percances como una fruta, la única que puede comer un pequeño, que se cae en la tierra, justo allí donde ni lavándola se puede hacer nada con ella.

Comidas despacio, sobremesas más lentas aún. Intentos fallidos de que los niños se duerman.
Resisten, los niños siempre resisten mucho más que los mayores, los más mayorcitos aún resisten más.

Mayores que van cayendo uno aquí, otro más allá. Hay quien se entrega al sueño apoyado en el tronco de un pino, hay quien busca una piedra, hay quien consigue roncar tendido en el santo suelo, a pesar de las pequeñas piñas duras y como con pinchos.

Alguien tiene que hacer la guardia. Alguien tiene que mantener el pequeño rebaño en la sombra, lejos del agua.
Yo me quedaba siempre de guardia. Me quedaba allí, sentada en esa hora del sopor de la siesta. Cuidaba el sueño de los más pequeños y vigilaba el juego de los mayores. Ellos no dormían, pero una vez que ya sabían que no podrían acercarse al río se mantenían tranquilos, cada uno entretenido en algo. No era una hora para el juego propiamente dicho, sino para la siesta o el ensimismamiento.

Las chicharras cantaban allá arriba, en las copas de los pinos. Ellas cantaban y el río seguía con su rumor de agua que corre entre las piedras, que se remansa un momento y sólo lo hace para caer en chorros cristalinos que se espuman al sol.

Esta tarde estuvimos junto al río. Ya no quedaba casi nadie en el pinar. Era otra hora, una hora que yo no había conocido en Valsain, pero tenía el mismo rumor de las otras. Si cerraba los ojos podía ver la luz de la mañana encendiendo el pinar y haciendo brillar el agua. Podía verme cuidando de mis hijos pequeños, contenta de saber que el día sería largo, pero que allí no tendrían calor, que disfrutarían de ese hermoso lugar aunque aún no pudieran apreciarlo como yo lo hacía.

Esta tarde me hubiera quedado allí, con los ojos cerrados, en silencio, oyendo el canto del río; perdida, perdiéndome en ese pasado tan distinto del presente.

Sé que esta noche, si no consigo dormir, volveré al pinar. Sé que volveré al pinar y querré sentir la caricia del sol sobre mi piel fría y mi alma aterida.

lunes, agosto 13, 2007

FLORES DE VERANO




Las platabandas de flores estaban como todos los años. Son como un trozo de jardín hecho a base de poner las flores más variadas. Así, como al descuido, como nacidas por azar. Las flores lucen especialmente entre el césped cuidado y muy verde que sólo pierde su uniformidad dejando florecer alguna que otra pequeña, pequeñísima margarita de los prados.

Las grandes secuoyas, los cedros impresionantes dejan ver el palacio y medio lo ocultan. Son árboles únicos y majestuosos. Nos hablan del mimo con el que consiguieron aclimatarlos en esa fría ladera de la sierra que da cara al norte.

¡Qué bonitos los cosmos, siempre altos sirviendo de contrapunto a las flores de tallos más cortos! Petunias olorosas sencillas y rizadas, zinnias de todos los colores, grandes y pequeñas, claveles chinos, flores azules en ramilletes, margaritas reales. Muchas flores, muy juntas: casi rastreras y más altas, en una descuidada armonía. Flores blancas, rosas de varios tonos, amarillas, rojas, moradas, granate oscuro. Flores azules, violetas. Colores intensos o pálidos. Todos los tonos, todas las formas, todos los aromas, tan suaves que serían imperceptibles sin la humedad del césped.

¿Cuántas veces las hemos admirado? ¿Cuántas fotos hemos hecho siempre que hemos disfrutado de los jardines de La Granja?

La secuoya que partió el rayo sigue ahí, truncada pero magnífica. Los cedros centenarios siguen ahí. Todo está como siempre. Todo está como cuando lo viste el año pasado.

Sabíamos que este año podía muy bien suceder que no pudiéramos venir, pero yo me resistía a creer que tuviera que venir yo sola.

Ni un momento he dejado de pensar en ti. Estaba allí sintiendo, contra toda evidencia, que antes o después te reunirías con nosotros.

El refresco en el mismo quiosco de siempre, arriba del todo del paseo; allí donde están más tupidos los castaños de Indias.

Un atardecer con el sol ya muy bajo. Este año está casi lleno el pantano de El Pontón. Están altísimas las avenas. Hay pasto seco en todos los prados. Las lluvias de primavera han mantenido corriendo los arroyos.

Esta madrugada, esperando que amaneciera, he repasado nuestros primeros viajes a La Granja. Teníamos el citröen, nuestro primer coche. Por fin, nosotros también podíamos descubrir los lugares a donde no llegaba el tren.

La Granja era lugar obligado después de pasar el día en Valsain.

¡Qué tristeza! ¡Lugares tan hermosos que se han quedado vacíos para mí, que nunca más serán lo que eran!


jueves, agosto 09, 2007

UNA VOZ AMIGA




Leonard Cohen me sigue acompañando. Su voz grave. Sus cadencias, en las que la voz y la música se convierten en un todo, me llevan acompañando desde hace años.

Todas mis soledades han sido compartidas con él. Los viajes, las horas de espera en las estaciones, las noches de hospital, los ratos perdidos en los que pensar es demasiado peligroso.

Ahora, en mi dolor, todo lo vivido – bueno y malo- puedo evocarlo cuando oigo su voz. Me da algo cercano al ánimo, a la fuerza que tanto necesito.

Cuando me siento a escribir siempre me acompaña. Empiezo con él y poco a poco voy olvidando incluso su música. Pasa la grabación a otra cosa y no me doy ni cuenta. Pierdo el impulso y vuelvo en busca de esa canción que para mí tiene algo de mágica:
Every body know
…”

Renazco, y mis dedos siguen mi pensamiento más allá de lo que podría ser la conciencia concreta y minuciosa de lo que estoy haciendo.

¡Extraña magia la de la música!

¡Música amiga en los momentos difíciles, en los tiempos que parecen llevar a todos los desastres!

¡Música que me reconcilia con la vida, aun cuando la vida me trate duramente!

“Every body know
…”

miércoles, agosto 08, 2007

FIESTAS

FIESTAS

Es agosto, a primeros de agosto, pero hace fresco. Hace casi frío por la mañana y en cuanto que se pone el sol. Caminar por la calle es ir buscando la sombra, pero sólo de vez en cuando.

El aire es seco y fino, un aire de Sierra que recuerdo de mi niñez en la carne aterida después de un baño obstinado en contra de la opinión de los mayores.

La noche nos recoge en la casa y cuando llego al lecho las sábanas frescas, el balcón cerrado, el alivio de un descanso próximo se cubre con el recuerdo del encuentro de la piel caliente que ya nunca más dormirá a mi lado.

Tengo los pies fríos y él ya no está para calentármelos entre bromas y ternura.

Ayer, la noche era noche de fiesta en un pueblo cercano. Se oía la pólvora y me traía recuerdos de muchas fiestas, de muchos veranos, de tiempos mágicos viendo los fuegos artificiales mientras las miradas y las caricias nos alejaban del mundo en medio de la gente.

Fuegos artificiales que esperaban el momento del baile, que abrían o cerraban la excepcionalidad de unos días en los que se trasnochaba, en los que todo quedaba interrumpido para centrarse en lo más íntimo arropado por una celebración que eran, de suyo, multitudinaria.

Ayer, la noche dejó paso a una madrugada de música lejana, traída intermitentemente por el viento. Por una vez no interrumpía el dormir, sino que me acompañaba en la duermevela de la soledad de la alcoba.

martes, agosto 07, 2007

MÚSICA

MÚSICA


La noche está clara y el aire fino y seco llega hasta la cama.

¡Había olvidado cómo suenan las calles empedradas con adoquines! Es un ritmo totalmente distinto del de asfalto. Un ritmo discontinuo, armónico en su discontinuidad.

La calle queda justo debajo del balcón. No hay acera. La calle es muy estrecha y en cuesta. Dos músicas distintas se oyen perfectamente: los coches que bajan por la callecita y los que suben por la calle principal.

No puedo dormir. El tráfico aún es intenso. No quiero renunciar al vientecillo que me obliga a buscar el calor de una manta ligera en esta noche de verano. No vien solo: con él llega el olor del campo que la noche oculta y que una tormenta generosa ha convertido en un lugar apacible para el paseo de la tarde.

No quiero cerrar el balcón. No quiero vivir una madrugada de reencuentro con el recuerdo, con el dolor del recuerdo, con la soledad del silencio.

Quiero seguir atenta al aire fresco y seco, tan de mis noches veraniegas de la infancia. Quiero dormirme acunada por el ruido de los adoquines.

¡Quiero estar atenta a la música de la piedra y al aire que llega hasta mí! ¡Quiero ir abandonándome poco a poco a las cadencias que cubren el silencio de la noche!