Apuntes de madrugada

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sábado, agosto 26, 2006

SOSIEGO EN LA MADRUGADA


SOSIEGO EN LA MADRUGADA



Hay tiempos, horas en esos tiempos, en los que se llega a una especie de equilibrio, a un distanciamiento suficiente de todo lo que urge, de todo lo que preocupa, de todo aquello que un instante antes había provocado la angustia y que podría en un parpadeo volver a echarnos el mundo encima.
Sin saber por qué nos sorprendemos con nuevos intereses, con unos ánimos que ya nos parecen desconocidos. Algo nos vivifica, algo nos da fuerza, ilusión, estímulo para hacer cosas, para poner en pie proyectos que ya habíamos abandonado.
Yo me encuentro así cuando –finalmente- me decido a empezar un nuevo libro. Sólo puedo hacerlo después de sentirlo importante, valioso, necesario. Había una emoción callada en algún sitio y no podía llamarla, no podía recogerla ni en el presente ni en la rememoración del pasado. Estaba ahí, pero no llegaba hasta mí.
Cuando después de un viaje largo, complicado en realidad, tenso temiendo que las dificultades que se anunciaba dieran problemas capaces de desequilibrar las fuerzas con las que contábamos, llegamos a Madrid empezaba el viaje relajado hasta Segovia.
Atravesar el valle de Guadarrama fue una delicia. El sol ya lo había abandonado. El valle de Cuelgamuros nos estaba esperando para dejarnos entrar en sus mismas entrañas. Lo que había sido un dolor al pasar por la Pérgola se convirtió en un sentimiento más difuso, presente pero sin la punzada que parecía no abandonarme.
Villalba. En un lugar ajeno a la carretera estaba la casa. La casa habitada quién sabe por quién.
Íbamos por la autopista. El Área de Iberpistas. El chiringuito detrás, dando la espalda a la tapia alta de lo que fue Campillos. La casa de madera, entrevista sobre un prado de sombras largas y avenas altas.
Olían los pinos, los pinos y las jaras.
Íbamos subiendo. Refrescaba. Quitamos el aire y abrimos la ventanilla. Todos los atardeceres de los veranos de mi infancia y parte de mi juventud entraron en el coche y se apoderaron de mi alma.
El túnel. Tiempo muerto para los ojos. Tiempo de prepararse para la emoción del reencuentro con otro paisaje, con otra hora del día medida en sombras.
El sol, muy bajo ya, tenía una luz brillante y suave. El Espinar, San Rafael. Pinos oliendo a seco, a medio día, a siestas interminables cuando las chicharras se niegan a callar y las hojas ralas de los pinos de las Dehesas dibujan más un encaje que una sombra.
Llanuras altas hasta muy lejos. Prados secos. Fresnos que se mantienen verdes en la sequía. Animales pastando una hierba baja y agostada.
Emociones que siguen una historia de tiempo atrás, que han convertido el dolor en melancolía.

Segovia a lo lejos ocultado el verdor de sus parques, de sus plazoletas, de sus jardines.
Acercarnos a ella en el olvido del pasado para dejar latir la ilusión del encuentro, la felicidad de un ansia de cariño cercano, de comprensión, de palabras que siempre tienen un eco.

Unas cuantas vueltas. El acueducto. Es como haber llegado ya, es como volver a lo casi propio, a lo conocido, a lo que fue familiar por unos días hacía justamente un año.
Es la felicidad de haber podido estar allí de nuevo. Es el olvido de todo lo pasado entre tanto, de todo lo vivido en el dolor, de los miedos que se convirtieron en amenazas, de las amenazas que se transformaron en zozobra y angustia para acabar en peligro cierto.

Había que dar el número exacto de la calle.
Esa calle que tenía el mismo nombre que mi calle, que la calle donde nací, donde viví la infancia y la adolescencia; a la que regresé para disfrutar de mi experiencia de mujer.
El dieciséis, dije, sin pensarlo.
No, no era el dieciséis. Era el dieciocho.
¡Qué torpeza!
Recapitulé. Mi casa el dieciséis. La casa de mi hijo, muy lejos de allí y mucho tiempo después, el dieciocho. ¿Cuántas veces había escrito ese número en la dirección de los envíos por correo?

Mi casa el dieciséis y mi colegio el catorce.
Mi colegio el catorce.
Sólo un instante para pensar en eso. Luego la acogida.

Aquella madrugada, en el bienestar de una noche fresca y feliz en la que despertar es agradecer la ocasión de vivir un tiempo robado al sueño, volví a los números de la calle, de las dos calles con el mismo nombre en ciudades distintas, en tiempos diferentes.
Todo lo sentido desde Madrid a Segovia volvía y se remansaba en esa hora apacible. El catorce. Ese número volvía. Se iba y regresaba de nuevo. No volvía solo.

Empezaría el nuevo libro al regresar a casa. Había encontrado la emoción perdida.


jueves, agosto 17, 2006

Rebalaje

Agosto 2006

REBALAJE



La madrugada traía olor a rebalaje caliente y sucio.
El despertar inoportuno me llevaba a la imagen de las barcas varadas, rotas e inservibles, que un día cualquiera acabarían siendo una hoguera.
La noche había sido densa y cansada.
Una más; una noche como tantas otras desde hacía mucho, mucho tiempo.
La fabulación agotada, el ensueño imposible bajo el peso del cansancio del alma. La lucha del día llevando al letargo y del letargo al olvido.
El único deseo acababa siendo el de llegar dormida hasta el alba, al menos hasta el alba.

Hacía calor, pero llegó el abandono. Dos horas, tres quizá en el olvido.
Calma y calor. Calor y calma.
Búsqueda de algo de viento, de una brisa apacible y apaciguadora. Búsqueda de un nuevo olvido.

Era, aún podía ser posible volver al sueño. El salón estaba abierto del todo. El salón dejaría entrar por alguna de sus ventanas ese aire fino, apenas perceptible, que se convierte en una presencia absoluta y nos va acariciando, acariciando como si fuéramos un niño que no se duerme si no nota una presencia junto a él.
Una brisa levemente fresca. Una brisa que entra y se detiene; que nos roza y nos abandona.
Una brisa sin olor, llegando de cualquier parte. Una brisa que sentimos con la esperanza de que dure.
Calma.
Calma que nos hace desesperar.

Una brisa distinta. Una brisa con olor a rebalaje sucio y caliente.
Una orilla del mar olvidada de las olas, detenida en un puerto abandonado al vaivén del agua que ha perdido su fuerza, que sólo despertará en las grandes mareas. Un rebalaje inútil sobre el que el agua deja y se lleva todo lo que ya está muerto, todo lo que ya no sirve para nada.
Una orilla de barcas varadas, rotas e inservibles como yo misma.